La abeja haragana (final)

Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró, hasta que de pronto rodó por el agujero —cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella. En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que había trasplantado hacía tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por esto la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
—¡Adiós, mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran sorpresa suya la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo:
—¿Qué tal abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
—Es cierto —murmuró la abeja—. No trabajo, y yo tengo la culpa.
—Siendo así —agregó la culebra burlona— voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La abeja, temblando, exclamó entonces:
—¡No es justo, eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
—¡Ah, ah! —exclamó la culebra, enroscándose ligero—.
¿Tú conoces bien a los hombres? ¿Tú crees que los hombres, que les quitan la miel a ustedes, son más justos, grandísima tonta?
—No, no es por eso que nos quitan la miel —respondió la abeja.
—¿Y por qué, entonces?
—Porque son más inteligentes. Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reir, exclamando:
—¡Bueno! con justicia o sin ella, te voy a comer; apróntate.
Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
—Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
—¿Yo, menos inteligente que tú, mocosa? —se rió la culebra.
—Así es —afirmó la abeja.
—Pues bien, —dijo la culebra—, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. El que haga la prueba más rara, ese gana. Si gano yo, te como.
—¿Y si gano yo? —preguntó la abejita.
—Si ganas tú, —repuso su enemiga— tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
—Aceptado —contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, por que se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena, y que le daba sombra.
Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
—Esto es lo que voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito.
Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
—Esta prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
—Entonces, te como —exclamó la culebra.
¡Un momento! Yo no puedo hacer eso; pero hago una cosa que no hace nadie.
—¿Qué es eso?
Desaparecer.
¿Cómo? —exclamó la culebra dando un salto de sorpresa—.
¿Desaparecer sin salir de aquí?
—¿Y sin esconderte en la tierra?
Sin esconderme en la tierra.
—¡Pues bien, hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida —dijo la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
—Ahora me toca a mí, señora Culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando yo diga "tres", búsqueme por todas partes ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente: "uno.... dos.... tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie.
Miró arriba, abajo, a los lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido. La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho? ¿Dónde estaba? No había modo de hallarla.
—¡Bueno! —exclamó al fin—. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una voz que apenas se oía —la voz de la abejita —salió del medio de la cueva.
—¿No me vas hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar con tu juramento?
—Sí, —respondió la culebra—.Te lo juro. ¿Dónde estás?
—Aquí —respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: La plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de ese fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río.
Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida.
Nunca, jamás, creyó la abejita, que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible.
Recordaba su vida anterior, durmiendo noche a noche en la colmena bien calientita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia.
Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto. En adelante ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el Otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir, a las jóvenes abejas que la rodeaban:
—No es nuestra inteligencia sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, si hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche.
Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos —la felicidad de todos— es muy superior a la fatiga de cada uno.
A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.

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